El otro día, en una cena, una amiga comentó que había decidido dejar de teñirse las canas. Lo hizo mientras mirábamos una foto de Pamela Anderson sin maquillar. Mi primera reacción fue animarla, "¡que le den al cosmetriarcado!", le dije chocando mi copa contra la suya.
Afirmó que no era solo una decisión económica o estética, sino de que algo había cambiado en ella, y eso la hacía sentir rara y confundida. Suponía aceptar su madurez y que los demás la percibieran así, sin adornos, que incluso la quisieran, ¿era eso mucho pedir? Confesó que la transición le estaba costando, que se sentía muy segura hasta que se había visto en el reflejo negro de la tele viendo Netflix y se había preguntado “¿esa soy yo?”. Quizá no se trataba solo del tinte, sino de lo que suponía dejar de utilizarlo.
La belleza es retorcida. Por un lado, la sociedad nos dice que abracemos nuestras canas y arrugas y que asumamos nuestra edad y, por otro, que nos hagamos esos retoquitos con la promesa de convertirnos en la próxima Lindsay Lohan o Demi Moore, con el fin de no renunciar a nuestro lugar en la sociedad. Elegir lo primero es como elegir el abismo.
Esa misma semana, había comentado con otra amiga, que una de las peores cosas de hacerse mayor era perder la capacidad de sorprendernos, la ilusión por las cosas que nos asombraron una vez y que se habían vuelto comunes y predecibles: un fin de semana, una quedada con gente, un día de trabajo, un viaje...
Quizá lo que mi otra amiga buscaba con su decisión no era rebelarse contra la belleza, sino simplemente comenzar una nueva etapa. Porque a veces las mayores decisiones en la vida comienzan con cambios tontos como dejar de teñirnos el pelo o de maquillarnos. Si eso nos hace sentir mejor, a por ello, lo más difícil de todo no es salir ahí fuera con tu nuevo yo, sino descubrir por fin quiénes somos.